Hacía ya un tiempo que había terminado mi contrato en el servicio de estudios del Banco de Francia. Conservaba una plaza de profesor asociado en la Université de Paris III – Sorbonne Nouvelle y vivía entonces en ese París que los locales llaman «bobolandia» (de burgués-bohemio, en francés), un poco profesor, otro poco flâneur, con lo justo en el bolsillo y pensando seriamente si no sería momento de volver a España, después de aquel segundo lustro en Francia.
Unos meses antes había coincido con Emilio en la entrega de un premio periodístico a la educación financiera, en el que había sido seleccionado finalista. No nos conocíamos de nada. Nos saludamos cordialmente, sin aquella efusividad con la que habría de prodigarse más adelante.
Entonces, recuerdo que en plena crisis de la deuda griega, a Emilio le llegaron un par de artículos míos publicados en eldiario.es. Me escribió. Necesitaba un relevo en su equipo de analistas macro. Con sólo una videoconferencia, sin trato ni referencias personales de ningún tipo más que mi trayectoria académica, Emilio me trajo de vuelta a España. Me dio todo el espacio que quise o fui capaz de ocupar en AFI. Exigencia y confianza fueron a la par. Y allí estuve tres años.
Una de las muchas virtudes de Emilio era su olfato para el talento, quería rodearse de los mejores a su alcance, y de buenas personas (a los “pájaros” y “chiquilicuatres”, como él decía, los detectaba a leguas). Tuvo buen ojo con Esther Badiola, Rodrigo Buenaventura, Paula Conthe, Ignacio Ezquiaga, Alfonso García Mora, Nick Greenwood, Reyes Maroto, Lara de Mesa, Juan Moscoso, María Rodríguez Nogueira, Jorge Sicilia, Sala Baliña y una larga lista de estupendos economistas que han pasado por Afi en más de tres décadas y que incluye a referentes como Manuel Conthe, José Antonio Herce y José Juan Ruíz. El mismo olfato lo tuvo luego con Gonzalo García Andrés y, más recientemente, con María Romero. Y qué decir de mis queridos José Manuel Amor y David Cano, probablemente el tándem de economistas españoles que mejor comprende la interacción entre la macroeconomía convencional y los mercados financieros.
Recuerdo especialmente mi salida de AFI. Emilio no quería que me fuera, pero yo sentía que tocaba cambiar de etapa. Tuvimos cinco o seis reuniones correosas (confrontaba con la misma efusividad con la que te saludaba, más valía tener la piel dura y las espaldas anchas), todas escritas con el mismo guion, en el que me achicaba el espacio de manera muy inteligente. Era un excelente negociador: empático, lúcido, hábil. Empezaba por preguntarme si me gustaba el análisis macroeconómico, a lo que yo sólo podía responder que me encantaba. Luego que si había algún problema con el socio responsable del área. De ninguna manera, todo lo contrario. Que si era cuestión de dinero (nunca hablamos de números), a lo que yo contestaba que no. Y así, una pregunta tras otra, quince minutos después me encontraba con que no había hecho sino asentir a su planteamiento. ¡Me había metido yo sólo en la trampa! Aquello se convertía en un duelo que siempre terminaba en tablas y nos emplazábamos a una nueva reunión.
Al final salí de AFI. Yo ya había aprendido de él el lenguaje de la corbata, sin fundamentalismos, tan necesario para los que, como él decía, «tenemos el corazoncito a la izquierda». Y me había curtido en la vida de empresa, tan distinta al mundo académico del que provenía. Pero lo que vino después, en aquellas comidas en el Fuku, fue otra cosa. Amistad. Hablábamos de economía, de política y de la vida. Me repetía muchas veces que «nada de bisutería, tú ahora dedícate a la joyería fina», siempre pendiente de mi futuro profesional.
Escribimos alguna cosa juntos, pero pocas, porque para entonces yo ya estaba en La Moncloa. Nos quedó pendiente un proyecto de libro sobre las fuentes del crecimiento, del que teníamos un guion, pero para el que nunca encontré tiempo. Ya es tarde. Sé que me tenías mucha fe, Emilio. Te voy a echar mucho de menos.
Ni que decir tiene que en la breve lista de economistas con los que le sugerí al presidente del Gobierno que debía tener contacto regular estaba el nombre de Emilio. No habría hecho falta. Y no por socialista, a pesar de que él se definía en estas cuestiones como «de la vieja guardia» (creo que más por una cuestión generacional y de experiencia vital). De haberse dado el caso, también habría sugerido su nombre a cualquier presidente popular, al igual que incluí en aquella lista nombres de economistas liberales y conservadores. Emilio tenía convicciones socialdemócratas, pero no le gustaba el dogmatismo. Lo primero era la “solvencia”, una palabra muy suya. Era la sensatez hecha economista.
Me extrañó no verle en la gala del 50 aniversario de Hora 25. Lo habría imaginado con Montse, Joaquín, Sol, Iñaki, Pepa, Angels, etc. En las últimas semanas recibí una propuesta suya para colaborar con el libro del 35 aniversario de AFI, como en anteriores ocasiones, a lo que contesté afirmativamente sin más dilación. El último mensaje que le puse fue para decirle que había ganado un plaza de profesor en la Universidad de Alcalá, y que teníamos que celebrarlo. Me dijo que sí, que seguro que encontrábamos hueco. Se alegró, me dio la enhorabuena y me escribió «Daniel, no dejes de pedalear. Un abrazo fuerte». Y así se despidió.
«A las aladas almas de las rosas
de almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.»